El país andino está viviendo una explosión de literatura de terror, fantasía y ciencia-ficción como medio de sublevarse ante el monopolio clasista, pijo y eminentemente realista que ha dominado las letras peruanas. Presentamos a sus primeros espadas.
Si hace justo un siglo, en 1923, se fundó la revista estadounidense Weird Tales en la que florecerían nombres eternos de la literatura pulp como Robert E. Howard, Clark Ashton Smith o H.P. Lovecraft, cien años después estamos presenciando el nacimiento de otraedad dorada del pulp, pero en esta ocasión gestada un poco más abajo: en el Perú.
Es cierto que la literatura de fantasía en español está viviendo en su conjunto un momento dulce, gracias especialmente al llamado «nuevo gótico latinoaméricano»encabezado por autoras como las argentinas Mariana Enríquez y Samanta Schweblin, la ecuatoriana Mónica Ojeda o la venezolana Michelle Roche Rodríguez. Sin embargo, el fenómeno peruano contiene un componente adicional de marcada índole social: la literatura visible y exportada hasta ahora en el Perú era sobre todo la que escriben autores blancos y de clase alta (todos los nombres que llegan a España, por ejemplo), confortablemente asentados en un realismo aburguesado a juego con sus vidas muelles.
Como rebelión ante el continuo menosprecio de la prensa centralista a la llamada «literatura de provincias» (la que no pertenece a Lima o, más específicamente, a los distritos acomodados de Lima), sistemáticamente ignorada en lo mediático y que suelen cultivar autores con un fuerte componente étnico o racializado, ya sean sus raíces andinas, afroperuanas, selváticas, blancas de baja alcurnia o, en general, ese maremágnum tutifruti y desfavorecido al que peyorativamente se denomina la población «chola», esta nueva camada de literatos sin abolengo está llevando a cabo una inesperada apropiación de los géneros narrativos igualmente denostados, aquellos en los que los escritores «pitucos» (pijos) todavía no se dignan incursionar con asiduidad, por su propio clasismo cultural. El género escapista sin coartada intelectual o pátina de belleza en su acepción más conformista y decorativa no es para ellos alta literatura. Por lo tanto, los escritores procedentes de la clase trabajadora o una clase media sin antecedentes académicos pueden hacerlo suyo. Y así lo están haciendo: esos escritores cuyos padres y ancestros no pertenecieron a la oligarquía que todavía alimenta con niños bien —disfrazados de revolucionarios (los célebres «caviares»)— gran parte de la producción cultural limeña.
Este panorama actual que superpone en dos planos de realidad a los autores pudientes, metropolitanos y realistas (con apellidos italianos o compuestos españoles, especialmente vascos) frente a autores de periferia y sin pedigrí onomástico —cada uno con sus editoriales, medios de distribución y públicos diferentes— no deja de ser una derivación lógica de la polémica que hace 15 años estalló ante la eclosión (o más bien constatación) de dos bandos literarios diferenciados que, en realidad, llevan décadas existiendo: el de los autores criollos (blancos) frente a los autores andinos (mestizos), dicotomía que en realidad refleja una dislocación conceptual intrínseca a la jerarquizada sociedad peruana. Entre estos últimos se podrían ubicar históricamente personalidades míticas pero hoy aún muy desconocidas por el público lector español como José María Arguedas, en vida ninguneado por Cortázar en un ataque de pijismo agudo, indigno del argentino, frente al creador de una novela llena de magia, Los ríos profundos; Óscar Colchado, autor de Rosa Cuchillo, fascinante paseo por toda la cosmogonía de la cultura andina; y Oswaldo Reynoso, prosista admirable que, por su doble condición de paria homosexual y étnico se atrevió a romper los modos pacatos de la literatura peruana con auténticos himnos de lujuria.
La mayor libertad formal del bando «andino», tal vez porque tiene menos que perder, ha evolucionado hasta este cultivo indiscriminado de los géneros antaño populares y siempre despreciados por las instituciones y los intelectuales patricios, pese al valor de figuras pioneras como los ya también desaparecidos José Adolph (Mañana, las ratas, un clásico de la ciencia-ficción escrito en 1977 que emplea un lenguaje y estilemas similares a los de los mejores bolsilibros españoles de la misma época) o Carlos Calderón Fajardo, modelo prolífico de autor ecléctico que no le hace ascos a ningún código.
En medio de esta doble realidad vigente, francotiradores como Richard Parra(inmenso relator urbano, como demuestra en su libro de cuentos Resina o la novela corta Necrofucker) o Rafael Dumett (responsable de la ambiciosa y exitosísima El espía del Inca, lograda conversión de los tópicos de la conquista española a crónica necesaria desde los ojos indígenas con las hechuras de un Juego de tronos) ejercen de goznes de ambos movimientos y nos transmiten la esperanza de que el interclasismo en la literatura peruana se dé algún día con completa naturalidad.
Nombres propios del ‘Boom Pulp’
Pocos cultores peruanos de género logran ser enrolados por una gran casa editorial, con alguna que otra excepción, como Alexis Iparraguirre, autor de la notable El fuego de las multitudes (y coeditor de la antología ci-fi Esta realidad no existe) o el inclasificable Enrique Prochazka, posiblemente el mejor escritor peruano de su generación gracias a gemas como Un único desierto, ambos en el catálogo de Planeta. Se ignora así, por la inercia del elitismo inconsciente, las ansias por consumir historias fabulosas de una sociedad que todavía cree mayoritariamente en fantasmas y sin los complejos de inferioridad hacia la propia cultura de la que pecamos los españoles.
Para suplir ese vacío ante la enorme oferta y demanda de fantasía autóctona, en estos últimos años han surgido varias editoriales pequeñas e independientes de literatura fantástica, ci-fi y terror que se sostienen fuera de las listas de superventas en las librerías convencionales y de los ámbitos institucionales, apegadas al circuito de ferias literarias de provincias (como la de Trujillo, Huancayo o Cajamarca) y que han sabido encontrar su público entre la gente joven de todo el país, inquieta culturalmente y hoy fascinada por lo distópico y lo sobrenatural.
La asequibilidad de la impresión por demanda permite también una mayor competitividad e, irónicamente, realismo en precios: mientras las grandes editoriales cimentan su política de ventas de ficción peruana en importes prohibitivos (en torno a los 90 soles: unos 22 euros, el precio común en España pero un lujo inalcanzable para un porcentaje altísimo de peruanos), las especializadas en narrativa fantástica ofrecen sus obras por la mitad de esa suma, incluso por 20 o hasta 10 soles. Con lo cual su pegada a nivel nacional es mucho mayor y constante: además, no queman promocionalmente una novedad cada mes, sino que miman su catálogo y mantienen vivos todos sus títulos.
Con su sello Cthulhu, la editora Marcia Morales Montesinos abrió el fuego encauzando el ultimísimo surgimiento de voces jóvenes y sin padrino oligarca que hallaron en los parámetros fantaterroríficos el terreno idóneo para localizar sus ficciones: suyas son diversas antologías que han reunido a maquis de las letras como la limeña Kristina Ramos o el catalán Manuel Gris; o la publicación periódica Nictofilia, «revista literaria hispanoamericana de terror», que desde el año 2016 acoge en sus páginas cuentos de estos talentos emergentes, a veces aglutinándolos en monográficos temáticos muy bien recibidos, como el del «Horror Erótico».
Paralelamente, se ha recuperado la figura de Carlos Carrillo (1967), padre espiritual y precursor de este Boom Pulp gracias a su libro de cuentos Para tenerlos bajo llave, obra maldita de 1994 donde daría rienda suelta a toda una orgía de relatos de satanismo, sangre y sexo indiscriminado. Carrillo, que solía firmar sus libros con el desconcertante (y descacharrante) nom de plume de El Pitufo Sodomita, supone hoy un tótem reivindicado por las nuevas generaciones, y acaba de lanzar nuevos recopilatorios de viejos cuentos (Códice infame y Summa Carnal’) que tampoco desmerecen ser guardados con doble vuelta.
Altazor es el otro sello veterano sin complejos de género: creado por el actual director de la Feria Internacional del Libro de Lima, Willy del Pozo, en su cantera se han fogueado «maduros interesantes» como Daniel Collazos (su novela Maga muestra un brío narrativo de best-seller estadounidense, capaz de reunir el gusto por la pintura psicológica y la atmósfera terrorífica de Stephen King con estallidos de sexo y violencia desatada a lo Clive Barker), el dúctil, existencialista y sugerente Raúl Quiroz (El sueño de las estirpes, El dios sin rostro), el fecundo y anárquico Miguel Ángel Vallejo Sameshima (Monstruos de ayer, hoy y uno de mañana, La muerte no tiene ojos), el reflexivo Daniel Salvo (El primer peruano en el espacio) o una de las primeras figuras que se llevó el pato al agua con su invasión de muertos vivientes patrios: Hans Rothgiesser y su trilogía de réquiems (Réquiem por Lima/San Borja/Lurín). Este economista es artífice de la reciente Hiztoria del Perú (Pandemonium), divertidísima propuesta colectiva en la que veintiún plumas reinterpretan los hechos más destacados que han construido las bases mitológicas de esta nación, introduciendo en ellos el elemento zombi con sano afán lúdico y desacralizador y, paradójicamente, insuflándoles nueva vida.
Precisamente Pandemonium es la editorial que está rompiendo moldes con una calidad de edición inesperada y unos juegos gráficos que sitúan sus novedades a medio camino entre el libro objeto y un formato de literatura de aeropuerto de lo más resultón, creando una escudería de autores fieles al tiempo que consolida una plataforma de escala obligada para los narradores hispanoamericanos atrapados en el interregno de lo mainstream y lo underground: los escritores metidos a editores Tania Huerta y Luis Bravo no sólo se encargan de vehicular en español la revista italiana Future Fiction, coordinada por el también escritor César Santiváñez, sino que asimismo han lanzado ediciones peruanas de autoras continentales como la colombiana Gabriela A. Arciniegas (Amos del fuego, ensoñadora novela licántropa) o la ecuatoriana Solange Rodríguez Pappe (De un mundo raro, relatos de bella factura e inserción sin autorreproches en un fantaterror militante), además de recuperar nouvelles de culto como La ciudad de los nictálopes, de la peruana Tanya Tynjälä, en su compilatorio Exorealidades.
Maquinaciones Narrativa está dirigida por un curtido autor, José Donayre, que selecciona cuidadosamente a sus autores publicados, combinando valores sólidos como José Güich Rodríguez (El general y la máquina) con extraordinarios descubrimientos como Yelinna Pulliti (Distopedia), en mi opinión la autora más audaz y sugestiva de la nueva hornada.
Torre de Papel está especializada en visiones futuristas y en su repertorio ofrece propuestas tan descaradamente pulperas como las Historias de ciencia ficción de Carlos Enrique Saldivar (1982), un fenómeno en sí mismo imposible de explicar si no es dentro de los parámetros desacomplejados de este boom: imbuido de la misma compulsión creativa de Isaac Asimov —y casi casi de su mismo ego—, este simpático fabulador limeño presume a sus 40 años de haber escrito 2.000 cuentos. Si bien esa cantidad no permite mucho margen para la floritura estilística, justo es reconocer que sus relatos resultan imaginativos y amenos. A destacar también su volumen como antólogo Constelación: Muestra de cuentos peruanos de ciencia ficción, un inventario idóneo para descubrir quién es quién en la ci-fi nacional, donde enrola a muchos de los nombres ya mencionados junto a otros asimismo ineludibles, como el estimulante Carlos de la Torre Paredes (Control de plagas, En el hampa) y los rara avis Poldark Mego, Mirza Mendoza y David Flores Heredia.
Mestizaje de autores y géneros para una literatura libre
Como muestra de los vasos comunicantes que permean y conectan todos estos sellos editoriales, digamos que Poldark Mego, autor de la serie Pandemia para Torre de Papel, es también el antólogo del curiosísimo y despendolado Pulp Primitivo, selección de nueve cuentos peruanos de fantasía ¡situados en la Prehistoria! Una absoluta maravilla coral que reencarna mejor que ningún otro título el espíritu desenfadado, osado y desenvuelto que caracterizara cien años atrás el pulp estadounidense original, tan desdeñado y condenado al marchamo de subcultura en su momento como glorificado en el presente.
Un libro así, que solamente se puede dar una vez y por parto espontáneo, ha visto la luz gracias a la editorial Speedwagon, tal vez la más juvenil y outsider de todas las enumeradas. Creada por el escritor treintañero Jeremy Torres-Montero, él mismo se ha autopublicado su saga El camino de los Aegeti, novelas fantásticas con ritmo de anime, no en vano están ilustradas con dibujos manga firmados por Verspell. Entre los fichajes más rentables de Speedwagon destaca el joven Hamev, quien en la última feria de Lima presentó Larvas: treinta relatos paranormales de dos párrafos.
Por su parte, Mirza Mendoza es una escritora limeña que hace la guerra por su cuenta: sus relatos son más ideas chispeantes que relatos y establecen un lazo de cercanía con el lector que le augura un éxito casi inevitable. Tras Tenebrismo, repite con la Editorial Libre e Independiente publicando los cuentos de anticipación Futurum: Ocaso de la civilización.
Finalmente, David Flores Heredia es autor de Ya, ya, ya, yo habilito tres máquinas (Ed. Fondo Cultural del Perú), una suerte de Cuentos de Canterbury sobre el hampa predominante en los distritos menos seguros de la capital (en jerga el título significa «Vale, yo aporto tres pistolas») y un himno satírico a la picardía criolla tan libre, desmadrado y amoral que, por contraste con la a menudo empalagosa, calculada y santurrona moralina de la literatura de autor limeña, constituye quizá la novela peruana corta más refrescante del último lustro.
En pocas palabras, la ola pulp peruana es espontánea, no un reflujo anecdótico de una generación nostálgica de las novelitas de quiosco, como sucede en España. Lo insólito es que, en la coyuntura española, la reivindicación de nuestra literatura popular corre el riesgo de acabar en manos del mismo tipo de intelectual elitista que suele defender la «alta cultura»: los mismos tres o cuatro varones cincuentones, feos y con ínfulas (un poco más pobretones, eso sí) que, paradójicamente, ansiamos volver a imponer, casi siempre por mero ego, una losa de prejuicios sobre la literatura que se presupone más desprejuiciada.
Fuente: The Objective